En la historia del teatro la relación entre padre e hijo se ha mostrado de muy distintas maneras, dependiendo, absolutamente, de aspectos como la categoría escénica en la que se presenta, el conflicto y los objetivos de los personajes -y sus caracteres-, o la época y el formato elegido.
En este caso, Sono Ío? es un espectáculo muy próximo a lo circense, localizado en nuestro tiempo, con dos personajes que se reconocen –uno excéntrico y versado, el otro sobrio y novicio-, que hace tiempo no se ven; ente ellos se percibe una cierta tensión o conflicto, digamos leve o doméstico, mientras que, a medida que avanza la acción entenderemos que el joven busca el reencuentro con el más mayor, que es su padre; la propuesta se presenta con un perfil de comedia complaciente en la que el dialogo relacional entre ambos –padre e hijo, lo sabremos enseguida- se desarrolla sobre todo a base de números de circo –equilibrio, suspensión aérea, rulo en suelo… y números musicales con ejecución en directo de varias piezas con distintos instrumentos de cuerda, de percusión, de viento o metal.

También, a lo largo de la historia del teatro podemos anotar algunas situaciones o escenas en las que padre e hijo son protagonistas. Una de las primeras que recuerdo es el feroz encuentro entre Edipo y su progenitor, Layo, al que sin conocer, acabará matando; la siguiente es la confusa y díscola relación entre Segismundo y Basilio de La vida es sueño; o el lúgubre trato de Mío Cid con su padre, que habiendo sido ofendido, le reclama con vehemencia que tome venganza contra el conde Lotzano, el ofensor, padre de su prometida Jimena en Las mocedades del Cid, de Guillem de Castro; ejemplar es la concordia entre Crespo y su hijo Juan, en El alcalde de Zalamea y memorables los consejos que uno da y otro recibe; amargas son las palabras de Gonzalo Bustos cuando le presentan las cabezas de sus siete hijos en bandejas –Ay! Dulces prendas por mí mal halladas…/, de El Bastardo Mudarra; y tierna es la relación que se intuye entre don Alonso y sus padres ancianos que le aguardan en Medina, en la noche fatídica; o por buscar un lance extremo La carta al padre de Kafka. Hay más, y de otro perfil, como Papis, de Ignacio del Moral.
O por girar la relación, resaltar la de la madre con el hijo en La arañita en el espejo, de Azorín y la de El hombrecito, teatro de guerra, de Miguel Hernández. Es la historia de la humanidad, caleidoscópica, tan compleja a veces, tan sencilla otras. Aunque quizás una de las más tremendas relaciones paterno-filial sea, si fuera cierta, la que nos cuenta la leyenda de Guzmán el Bueno, en la que, como ustedes saben, no solo sacrificó a su hijo en beneficio de la comunidad que pretendía defender, sino que, en un acto desesperado, ofreció su propia daga a sus enemigos para que con ella lo sacrificaran; o el tremendo apuro que debió pasar Guillermo Tell cuando disparó a la manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, etcétera.
En nuestro caso, Sono Ío? queda a medio camino entre el espectáculo teatral y el espectáculo circense. Por tanto, despunta en destrezas y habilidades corporales y gestuales, y se muestra parco en estructura dramatúrgica teatral. El espectáculo, que se anuncia como circo, emergerá sublime en ciertos números espectaculares en los que la habilidad se hace poderosa con el medio, y, categórico ¡lo domina! Recuérdese el número del rulo y del piano. ¡Fantástico! Recuérdense las múltiples caídas dentro de la bañera, con agua, como culmen de un camino que se prometía lúcido y acaba en descalabro. Pero le sobran tiempos muertos y escenas de huida en las que, como espectadores, nos llegamos a sentir un tanto huérfanos.
La pieza, esencialmente, discurre desde el virtuosismo hacia el fracaso, y en ese trayecto está su grandeza, está su cordura, está su esencia. La fórmula es intentarlo, fallar; intentarlo, fallar, corregir, acertar.
No hay un porqué de encuentro, al igual que no ha habido un porqué del desencuentro de antaño. El Teatro nos permite eso: fraccionar la acción donde nos interesa y mostrarla en su grandeza o en su decadencia. Se le denomina In medias res, o sea, a mitad del asunto o cosa, o una vez comenzada…
Al final veremos que los dos personajes, padre e hijo, en escena, se abrazan y se trasmutan, uno cediendo y el otro asumiendo. Ese final rubrica la clave del espectáculo en el que la crisálida se transforma en mariposa. Y vuela.
Esa es la grandeza del teatro. Y la simpleza o la complejidad de la condición humana reflejada en el teatro.
La crisálida ya es una bella mariposa.
¡Salud y Teatro!
Paco Alberola