Soy un cuadro de tristeza, de la Cía. La Santísima Producciones es una obra que juega la idea de que, a veces, las personas se tuercen sin querer, y que, con frecuencia, todos dependemos bastante de quién está a nuestro alrededor y de las voces a las que prestamos atención.
La puesta en escena es un monólogo con intervenciones puntuales de otros dos personajes –la madre y el tito- que, en sus recuerdos redondean los sucesos del personaje principal, encerrado o preso en algún lugar del que sólo percibimos la celda, una pared de piedra y una gran reja que, a modo de signo escénico sublime circunda el espacio y lo ciñe, transmitiendo al espectador una potente imagen de férreo control, omnipresencia y dependencia; una súper estructura que esclaviza el habitáculo, sometiéndolo a voluntad, haciéndonoslo ver como si la celda estuviese totalmente cerrada.
Destaca de la propuesta escénica la gestualidad exhaustiva, medida, casi de desierto del personaje carcelario que, día tras día repite las mismas acciones, aquellas que tienen que ver con el aseo, el descanso, el alimento, y sobre todo su esperanza de ser libre, libertad que, se intuye, no alcanzará.
De la escenografía subrayamos el realismo de los elementos –una litera, una silla un lavabo- y en lo alto, entre el suelo y el cielo, cubriendo todo lo que vendría a ser la celda, el macizo enrejado de sólidos barrotes, colgado como una corona –¿de espinas? – presente in aeternum, amenaza inminente, indicando que de una u otra forma va a ser difícil que se pueda salir de ese lugar. No obstante, el personaje trasciende su presente, va más allá de sí mismo, y a veces, como si fuera un rezo, íntimo, particular, casi litúrgico, canta, a media voz, baila, a media suela, respira, a medio pulmón, y es libre inmensamente, en su medianía. Así, crea un ambiente propicio que conecta con el espectador manteniéndolo cómplice en su asiento. Recurre también, para lograr este efecto de proximidad con el espectador, al flash-back: recuerda a su madre, -es un tópico, pero se muestra justificado- y junto a la que le dio el ser, llega implícito el cante, que tanto le ayuda, y sobre todo el baile que ejecuta, como hemos dicho, a media suela, descalzo, en susurro, en rumor dócil…
La dramaturgia de la puesta en escena se juega en el plano del presente diario de Juanillo, y en el del pasado, evocado en diversos momentos. El enlace entre estos dos mundos será el personaje de la madre, cantaora, presencia hierática, como una de las cariátides del Templo de Erecteión en la Acrópolis de Atenas, y por el maestro de la guitarra, austero y parco como un toro de Guisando que, juntos, nos acercan al arte del flamenco y sus bellos ritmos, bailaos y cantaos.
Destacamos así mismo la expresividad del intérprete, pleno de registros corporales, tanto para su personaje como para la interpretación del tío (a veces basta un chasquido de dedos para pasar a ser el otro, o un simple y limpio giro sobre sí mismo), con habilidades de bailaor, que casi descalzo, marca ritmos sonoro-corporales límpidos, estrictos, en el que los movimientos de brazos y manos, como alas, se pliegan, o despliegan, confiriendo a la obra una especie de vuelo etéreo, casi asceta, en la que casi todo está dicho a media voz, incluido el gesto.
El título, Soy un cuadro de tristeza, cobra todo su sentido hacia el final de la representación, lugar en el que las palabras cuadro y tristeza se muestran en toda la plenitud del signo escénico: cuadro como imagen –y aspecto-, y, a la vez, como objeto que trastorna la vida del protagonista; mientras que la palabra tristeza nos remite al ambiente en el que vive –en una prisión-, y al estado emocional derivado de ciertos acontecimientos habidos en su juventud. Tristeza podría ser, también, el color emocional que se transmite al espectador.
Por último decir que la propuesta escénica insinúa varias imágenes épicas: recuerda inmediatamente algo parecido a lo que evoca la lectura del romance anónimo llamado El prisionero, un cautivo que, sometido en una celda, se lamenta de la privación de libertad, diciendo: (…) me encuentro en esta prisión, / que ni sé cuándo es de día / ni cuándo las noches son, / sino por una avecilla que me cantaba al albor /(…); la tal avecilla, guía y norte para el preso, será muerta por un ballestero, lo que le hará perder su único punto de contacto con el exterior.
El personaje –el penado Juanillo- también se podría acercar, en cierto modo, al Segismundo calderoniano, encerrado en un sueño, y hasta podría aproximarse al místico Juan de la Cruz -¿Adónde te escondiste Amado, / y me dejaste con gemido?-, con momentos en que transmite un cierto estado de piedad, casi como un Cristo, inocente, de semana santa, que es golpeado por uno de esos falsarios, de oficio jornalero del azote que, látigo en mano, le desgarrará la piel. Y hasta una pizca podría tener de aquellos versos que comienzan: ¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!, del singular Fray Luis de León.
El espectáculo, envuelto en una especie de neblina, se hace atemporal, como el quejío de un animal encadenado sin razón, como si fuera un cuadro pleno de tristeza, que aloja un punto de amargura, antiguo, injusto, en el cuerpo del espectador.
¡Salud y Teatro!
Paco Alberola
Muchas gracias por esta crónica, Paco, tan exhaustiva y acertada y hecha con tanto respeto y amor como el que hemos puesto en este montaje. Espero que podamos conocernos algún día en persona.