Paco Alberola.- Hay textos que nos escoltan con perseverancia y tenacidad, mirándonos atentos, esperando que les animemos –que les demos ánima, alma-, y permanecen fieles, siempre, a nuestro lado, con gratitud. A Pepe le acompañaban varias docenas de esos textos, alegres, jocosos o dramáticos, en prosa o en verso (un día hablaremos de ellos) que le colgaban de los bolsillos del alma, como medallas de honor escénico; a veces, se les veía juguetear entre los dedos de sus manos o subir por la senda de sus brazos y enredarse entre los cabellos: es cuando Pepe hacía ese gesto tan propio suyo de desgreñarse a toda prisa –lo contrario de peinarse- y quedarse, segundos después, tan pancho. Quien lo ha conocido, sabe de lo que hablo.
Algunos de esos textos están en la exposición, que, estimados amigos, el pasado día 2 de octubre se inauguró sobre el maestro Estruch, en el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert de Alicante.
Estimo y valoro el esfuerzo realizado por las comisarias responsables de la misma y sé que es abundante el material en origen y sé que la selección a mostrar no siempre es fácil. Para ellas, Cristina Llorens y Juana Balsalobre, mi enhorabuena, pues retratan de modo persistente retazos importantes de la vida del maestro, en alineada información de estantes, vitrinas, expositores, paneles y cuadros de libros, recortes, fotos, revistas, pasaportes, documentos, programas de mano, etcétera. Exponer a un maestro del teatro reclama atención.
Sin lugar a dudas es una gran exposición, por ocupar todos los espacios de la entidad, y por ser la primera que se realiza sobre su persona y su obra. Lo es, también, por la considerable cantidad de documentos sobre su quehacer teatral o pedagógico, junto a otros menos relevantes, más cotidianos (como por ejemplo descubrir, según documento de bautismo, que su nombre era José María), datos que nos aportan referencias sobre el maestro Estruch desconocidas o curiosas. Y es grande, por último, por el material expuesto, suficiente para pasear, ilustrarse y reflexionar, durante horas, sobre el maestro, al que también podemos ver y oír en una proyección, en el altillo, junto a sus maletas de viaje.
Reconozco muchos de los materiales mostrados, ya sea porque los he tenido en mano, porque los he visto en su casa, porque he formado parte de ellos, porque he facilitado su existencia o porque algunos de los allí revelados están también en mi biblioteca.
Voy transitando los expositores; tras los cristales distingo obras en programas de mano que él dirigió; y me emociona ver a algunos de sus colaboradores o ayudantes (Eduardo Schinca, hermano de Marta Schinca, Antonio Larreta, Dath Sfeir y otros), descubro textos dedicados de gentes que conocía y le querían bien y otras publicaciones, abundantes, en donde la palabra amable de muchos, entre ellos la de José Bergamín, se dejan sentir hacia el maestro…
Pasean mis pies llevándome de un lado para otro, guiados no sé por qué razón hacia la derecha de las vitrinas o hacia la izquierda, hacia afuera o hacia el otro lado… buscando… En un rincón, solo, veo una figura de cuerpo entero, sé que es él, el maestro, posiblemente en uno de sus últimos trabajos, El Caballero de Olmedo, o El Rey Juan o La tierra de Alvargonzález, sus últimas puestas en escena; lo veo más flaco que nunca, más ascético que nunca, más liviano, menos presente, más envoltorio, enfundado en jersey-camisa-pantalón, de los que sobresalen sus manos (que hablan como sus ojos y su cara…). Las veo llenas de palabras que le acompañan persistentes.
Subo rápido al segundo piso en busca de su voz. Es una habitación abierta que mira al exterior. Hay algo del ático de Madrid en ese ambiente, la que fue su casa, antaño tantas veces transitada. Hay una proyección de su persona y un hilillo -descubro- de su palabra contando o recitando o aconsejando a alguien, e intuyo que quizás pueda ser una de las grabaciones que hizo cuando dirigió Medea la encantadora, de Bergamín, en Uruguay, en el último periodo de su largo exilio, del que tantas veces hemos hablado en ratos de encuentro con Israel Chaves, su ahijado.
Escribo esta crónica desde uno de los trenes de cercanías que cubren la línea Alicante-Murcia. El ronroneo agresivísimo de esta unidad –asientos de madera que rompen la espalda al más pintao- se abre paso recorriendo tierras que también La Barraca de Lorca transitó y que nuestro maestro llegó a conocer, hace más de ochenta años, cuando apenas sabía nada sobre teatro.
Se acaba el recorrido; llego al final de la estación (¿o es de la exposición?) y absorto contemplo el paisaje –exquisito- que se ve al otro lado del cristal de las vitrinas, con las palabras, los papeles y los retratos de Estruch…, en este viaje de siglos de teatro acumulados en las maletas solitarias del maestro, vacías y al mismo tiempo tan llenas de teatro.
Busco algún poema suyo y encuentro varios. Los conozco. Dudo entre Seguidilla ingenua: Para poderme tú querer / más importante me fuera / que entre tu pecho y el mío / ningún suspiro cupiera./…; o el Soneto que comienza con: Dime tú, fuego que los ojos prendes / a humilde casa, que entre pinos arde,/…, o el titulado Letrilla tonta, poema jocoso-amoroso, compuesto en 1957 –hace 61 años, una eternidad- (que se puede acompañar al oído con la pieza musical Preludio nº 3 en Sol Mayor de Francisco Tárrega), que dice así:
Te miro mirar
y apenas te veo,
que en tus ojos leo
contrario gustar
de aquel de tu hablar
y del que yo creo.
Y yo me mareo
sólo de dudar
si sí o no deseo
dejarte ganar …
y de amores reo
me puedas juzgar.
La exposición está abierta. Invito a verla. Esencialmente Estruch está por allí, pues estando sus maletas sé que ha venido. Les hará, amigos, un guiño escénico, agradecido. Seguro. Y hasta puede que les recite unas décimas de Lope (Amor, no te llame amor/ el que no te corresponde/…), o un villancico de Juan del Enzina (Ay, triste, que vengo/ vencido d´amor, magüera pastor./… o aquel otro que gustaba tanto para trabajar aspectos corales y rítmicos (Mi pena es muy mala / porque es una pena / …) u otro de los muchos textos que juguetean entre los dedos de las manos del maestro Estruch, antes de despeinarlo, que decíamos al principio de la crónica.
Balsares (Elche), otoño de 2018.