El público en pie, al finalizar el espectáculo, agradeció el buen hacer de los intérpretes.
Eduardo Galán es uno de nuestros más consolidados autores de teatro. Sus textos tienen una maestría primorosa y se le podría nombrar «lutier de la palabra», porque, así como aquellos artesanos de la música consiguen componer belleza a partir sólo de la madera, él, a partir sólo de la palabra y sus dinámicas crea beldad y ánimo para nuestro solaz, recreo y pasatiempo.
La profesora, texto teatral de nuestro autor, es un juego, una creación graciosa –se decanta hacia la comedia- en todos sus aspectos, sin lugar a duda.
El texto es una delicia de construcción con apenas dos personajes, muy distintos que, por circunstancias del momento llegan a encontrarse, y con posterioridad, a recorrer una parte del camino vital juntos. Ella (Isabel Ordaz) es una profesora de instituto en puertas de jubilarse; él (Marcial Álvarez) es un laborioso trabajador de un puesto de venta de pescado en un mercado; una trabaja para formar personas capaces, y el otro, con su oficio, facilita que esas mismas gentes se alimenten en el día a día. El punto de encuentro entre ambos es la hija del empleado pescatero que ha sido sancionada con una expulsión temporal del instituto.
Comienzan las peripecias: el lenguaje corriente de él contrasta con el lenguaje culto de la profe; la gestualidad, precisa y moderada de ella contrasta con la tosquedad de él, y hasta el olor corporal de cada uno de ellos son elementos sígnicos válidos integrados en la puesta en escena.
En general los personajes desarrollan un diálogo ágil, con una dicción perfecta, respiran humanidad, son cercanos y en los intérpretes hay un buen oficio que hace posible “deleitar enseñando”, como decía don Miguel de Cervantes.
La comedia –comedia doméstica o de costumbres- tiene muy buenos y graciosos momentos, junto a otros, que, como pequeñas notas de malaventura o drama, la colorean, y la actualizan, dándole una solidez calamitosa o desdichada: son “la hija que es hijo”, los hijos de la profe y como telón de fondo, la jubilación de ella.
La puesta en escena es limpia, impecable, combina escenas dobles con escenas que alternan el aula con las viviendas de los protagonistas; la acción y la intriga se mantienen, y, con un sencillo pero eficaz recurso escenográfico como es un ciclorama traslúcido se plasman los diversos espacios; la escenografía es mínima -unas plantas, una silla, una mesa escritorio, una butaca-, que ayuda a crear una ambientación correcta, limpia… Y en un extremo de la embocadura del teatro, vemos la figura omnipresente de ¡un árbol colgado del revés! ¿Es El Árbol de la Ciencia, la Enciclopedia de Ramón Llull, puesta patas arriba? No lo sabemos. Ahí queda.
Hay un reloj en el aula. Sin manecillas. No marca la hora, está presente para indicarnos el paso irremediable del tiempo, la rueda de la fortuna, el hoy, el ayer, el mañana en un presente juntos, o algo así que decía Quevedo…
Por último, destacamos una parte didáctica hacia el público a través del personaje de Ortiz, en una escena en la que la profesora le indica cómo debe leer correctamente: imaginar los lugares, los olores, la fuerza de los elementos que aparecen descritos, cerrar a veces los ojos, dejarse penetrar por las imágenes…
El 23 de abril es el Día del Libro, en realidad día del autor. Y ahí cabe el guiño que Galán hace en La profesora a otros autores, con textos que en escena hacen mejorar al personaje, libros de lectura que, de soslayo, nos invita a leer; son El Principito, de Saint-Exupéry y Cien años de soledad, de García Márquez.
Libros notables, reputados, imprescindibles, como podrían ser ciertos títulos de nuestra literatura. ¿Un clásico de teatro, a ser posible en verso? Creo que no habría estado de más enfrentar al personaje de Ortiz, el pescatero, con los versos –silvas pareadas- de La vida es sueño, de Calderón (¡“Ay. ¡Mísero de mí…!”); o con las décimas con que comienza El caballero de Olmedo, de Lope de Vega, aquellas que dicen “Amor, no te llame amor el que no te corresponde / que no hay materia adonde / imprime forma el favor. (…)”. Seguramente Ortiz no entendería nada –como nos ocurrió a muchos-, pero ese no entender podría ser un buen estímulo para que el personaje continuara aprendiendo y descubriendo otros aspectos del mundo mágico de la palabra en sus infinitos modos de composición (poética), y quizás llegar a ser, avanzado el tiempo, otro lutier de la palabra. Pero eso es una nueva historia.
¡Salud y Teatro!
Paco Alberola