La Infamia, de la Cía. Come y calla, es un espectáculo desgarrador, doloroso, que tiene su origen en la novela Memorias de una infamia, de Lydia Cacho. La obra muestra en tiempo presente la conmoción y el desconcierto sufrido por la periodista mejicana, víctima de un secuestro sucedido hace apenas una decena de años, actualmente exilada en nuestro país.
En la propuesta escénica, el monólogo que desarrolla la actriz es doble y está dispuesto, hábilmente, en dos tiempos distintos que se suceden de modo alternativo: en el primer tiempo –que coincide con el presente del personaje-, se nos muestra la acción del secuestro; mientras que en el segundo, apenas vistiendo una cazadora, el personaje nos habla de su vida y de las condiciones en que viven muchas mujeres-niñas explotadas sexualmente por mafias, en un mercado en el que no faltan miembros de las altas esferas de la política del lugar. Esta duplicidad de vías expresivas paralelas desemboca en una sola hacia el final de la representación, cerrando así hábilmente la propuesta dramatúrgica.
La tensión que vive el personaje –insólita interpretación de la única actriz- se traslada desde los primeros minutos al espectador que, durante la representación contempla los hechos en un silencio absoluto, como hacía tiempo no vivíamos en el teatro.
La puesta en escena se apoya fuertemente en el diseño de una escenografía sugerente, atractiva, dura, compuesta de un cubo enrejado a modo de celda, un desvencijado coche todoterreno, unos neumáticos, una farola, unas sillas…; también en una banda sonora que pone un punto agrio en el ambiente, y una iluminación selectiva, precisa, exquisita. Sin olvidar, claro está, el gran acierto de la puesta en escena, que consiste en presentar el monologo de la actriz en forma de un diálogo de imágenes compartidas, de modo que, en ciertos momentos de la representación, de cada única acción se nos brindan dos ángulos distintos: el que se tiene como espectador sentado en sala, con respecto al escenario; y también el de los primerísimos planos de un operador de cámara, sumido en el escenario, que nos ofrece –cámara en ristre- esas mismas imágenes del secuestro desde otra perspectiva visual.
De tal modo que, al mismo tiempo, veremos su interpretación en el escenario, a la vez que veremos la misma imagen proyectada en ese mismo momento sobre una gran pantalla desde un ángulo distinto; dependiendo pues, del lugar hacia donde dirijamos nuestra mirada puntual, breve o larga, estaremos construyendo un preciso relato, particular y personal, de un hecho y una acción que en origen es única y común a todos los espectadores. Y esto es un acierto que añade un atractivo recurso a la escena. No hay ninguna concesión ni filigrana hacia las nuevas tecnologías, es sólo teatro puro y duro. A la vez, el personaje, en su presente escénico, ejecuta una doble cabriola interpretativa: narrando lo que le sucede –lo que le sucedió- en el secuestro, al tiempo que construye y da voz al personaje secuestrado.
Se podría decir que la propuesta escénica es teatro documental. El teatro documento tuvo su momento álgido hace años en España y en Centroamérica, coincidiendo con periodos de cambio y revolución social, un tipo de teatro que denuncia situaciones sociales límite, que recurre a argumentar, por medio de imágenes, fotos, grabaciones, testimonios, etc., hechos acaecidos históricamente, que desde la escena se quieren mostrar. Es un teatro enérgico pues implica emocionalmente al espectador aportándole datos con que documentar y denunciar una situación normalmente excepcional.
El teatro documento apoya los objetivos perseguidos en la propuesta escénica aportando materiales encaminados a mostrar sucesos y hechos, como los que acabamos de ver, infamia doliente, basada en hechos reales, monólogo lúcido y diálogo pródigo en imágenes exuberantes, excesivas, extremadas.
¡Salud y Teatro!
Paco Alberola